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sábado, 20 de abril de 2024


 

Directiva Cero

El pequeño Kübel derrapó en aquella curva como si no fuera capaz de mantenerse dentro de ella, pero Lukas era un conductor diestro y giró rápidamente el volante para enderezar la parte trasera del vehículo. La estructura pareció gemir con la maniobra, pero la velocidad apenas varió. Aún podía oír, al menos, a uno de sus perseguidores y eso le hacía arriesgarse en cada viraje de aquella carretera de los Alpes. Habían empezado persiguiéndole dos Jeep y una moto e incluso, sin preguntas, habían disparado varias veces con sus armas. El parabrisas era un mudo testigo de lo cerca que llegaron a estar. Sin embargo, ahora, tan sólo la moto parecía mantener la distancia. la velocidad de aquel joven oficial de la SS era demasiada para los presumidos conductores americanos.

Habían pasado dos días desde que Hitler había muerto en el búnker de Berlín. Lukas no lo sabía, pero tenía la impresión que así era o, como mucho, un día. En su última visita al Canciller de Alemania no le cupo ninguna duda de su deseo de quitarse la vida antes de permitir que los rusos le capturaran y le llevaran a una irrisoria imitación de juicio. Allí se despidió de él y allí comenzó su loca huida de una Europa completamente ocupada por tropas enemigas. En avión primero, hasta que fue derribado, andando a partir de entonces y, finalmente, en ese Kübel que había encontrado casi intacto, siempre con el portafolios donde Hitler había firmado su última orden (y la primera) junto a él.

Una nueva curva, un nuevo derrapaje, ¿cuánto tiempo mantendría su fortuna? Se preguntó si aquel era el final...

 

En 1934, hace ya mucho tiempo, un joven Hitler, muy diferente al que acababa de ver en Berlín, habló a un grupo muy seleccionado de NSDAP. Estaban allí los que, más tarde, dirigirían la nación a sus días más gloriosos: Goebbels, Speer, Himmler, Hess, Doenitz. Recordó sentirse un poco intimidado, fuera de lugar, como si de repente alguien pudiera darse cuenta de su atrevimiento y echarle de allí a patadas. Cenaron, casi en silencio, alguien comentó las últimas indiscreciones de la aristocracia berlinesa, lo que fue acompañado por algunas chanzas contra el Viejo Orden, pero, en general, la conversación no se animó y Lukas tampoco tenía mucho entusiasmo como para participar en aquellas chanzas. La música, recordaba que de Wagner, acompañó todos los platos. No fue hasta el final, cuando pasaron a una sala más pequeña y los camareros se retiraron dejando una buena provisión de licores, que no empezó la verdadera reunión. Hitler les contó sus planes. Era un discurso que todos debían saberse de memoria ya que asentían incluso antes de que Hitler, que no probó ninguna bebida, pronunciara las palabras. Tan sólo Lukas y posiblemente Doenitz mostraron alguna que otra sorpresa. Hitler les habló de la necesidad de expansión de Alemania y de cómo de aquí a unos años, si no le ponían remedio, los rusos serían dueños de Europa. Los movimientos revolucionarios marxistas se alimentaban de la ingenuidad de la juventud burguesa y de la incultura del obrero campesino. La Unión Soviética ambicionaba los Balcanes y ya había mandado agentes y conspiradores a todos los países, incluso en Grecia existía un partido comunista en la clandestinidad. Y que podían esperar de la complacencia británica y francesa, cebados como estaban a base de exprimir el trabajo de los alemanes en virtud del Tratado de Versalles, no verían los dientes del lobo ruso hasta que no les estuviera mordiendo el culo. El año pasado, sin ir más lejos, en Francia hubo una huelga que paralizó el país durante dos días. Y en vez de ponerle freno, capturar y encerrar a los instigadores, el gobierno se contentó con movilizar al ejército para mantener los puestos vitales en funcionamiento. Sin embargo Alemania, a pesar de tener unas capacidades enormes, no podía cerrar los ojos ante el peligro ni olvidar los terrenos que históricamente les pertenecían.

Hitler no les engañó. Les confesó que creía que habría una guerra. En cinco o seis años si los franceses e ingleses se decidían por la intervención y en ocho o nueve si no lo hacía, pues entonces los rusos descubrirían que sus planes revolucionarios no tendrían futuro en la Europa del Este. Tampoco les engañó cuando les dijo que si ganaban esa guerra, se establecería un nuevo orden mundial como nunca se había conocido y que Alemania estaría en la cúspide como única potencia mundial. "Durante mil años" corroboró Goebbels las palabras del Canciller. "O más" dijo Hitler en un susurro casi inaudible.

Aquello terminó con la reunión; apuraron sus copas y, poco a poco, fueron disculpándose para volver a sus casas. Lukas no fue el primero en hacerlo, no hubiera sido cortés, pero tampoco pretendió quedarse de los últimos como si fuera uno de los confidentes más cercanos a Hitler. Ese puesto estaba reservado a Hess, a Speer o, incluso, al propio Goebbels. Se despidió de los que aún quedaban y acercándose a Hitler, quien miraba absorto como las llamas acababan con la existencia de un requemado tronco en ese momento en el que el rojo más intenso compite con cortas y agonizantes lenguas danzantes azules y amarillas, le dijo:

- Führer, quiero agradecerle que me haya invitado a una charla tan gratificante.

El Canciller, pequeño frente a la mayor envergadura de Lukas, pareció ignorarle y éste, en silencio, terminó por iniciar su retirada. Sin embargo, antes de que llegará a darle la espalda, Hitler le contestó:

- Ha sido usted parco en dar su opinión, Kellerman - sus oscuros ojos le miraban con intensidad como si el fuego de la chimenea hubiera saltado a sus retinas. La diferencia de corpulencia parecía ahora insignificante.

- Como sabe, mi führer, yo no soy un político, sólo un estratega militar. Mi especialidad no es valorar las motivaciones políticas detrás de los planes, sólo éstos.

- ¿Y bien? ¿Qué le parece nuestro plan para un nuevo orden mundial que dure mil años? ¿Cree que es un buen plan? - En aquel momento, todos los asistentes de la reunión que aún quedaban, los más allegados a Hitler y más cercanos a la cúpula política, le observaban. Todas las conversaciones se habían detenido y el silencio oprimió la garganta de Lukas.

- La estrategia del plan -consiguió decir- es incuestionable. Echo a faltar, sin embargo, un detalle.- La mirada entre curiosa y enfadada de Hitler le obligó a continuar.- Nuestro objetivo no es ganar la guerra; al menos no es lo que deberíamos entender como objetivo estratégico del plan. Lo que echo a faltar es un plan para llevar a cabo el objetivo en caso de que la guerra falle, en caso de que perdamos la guerra.- Imaginó que, en ese momento, toda su carrera política había acabado. Sabía que Hitler no hubiera aceptado una mentira o no le hubiera permitido salir de aquella situación con unas palabras complacientes. Posiblemente, su carrera estaba arruinada desde el momento en el que Hitler le hizo la pregunta.

- Estimado Kellerman -dijo con una sonrisa que atemorizó aún más a Lukas-, le importaría esperarse un poco más para que habláramos de este tema en privado.- Había temido que su carrera estuviera acabada, ahora sabía, sin embargo, que se había ganado el odio de muchas personas poderosas.

 

Y mientras la carretera descendía en un tramo inusualmente recto en el que aprovechó para poner el Kúbel al máximo de su capacidad, palpó con la mano derecha el sobre en el asiento del acompañante. Era casi el mismo contenido que Hitler le había entregado en aquella reunión del Reichtag la noche de la cena. Para sorpresa de Lukas, sí existían los planes que él echaba de menos y, de hecho, existían desde hacía algún tiempo. Las letras góticas que adornaban el exterior no dejaban duda sobre ello: Directiva Cero.

 

 

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Cita

«Debemos atacar, atacar y otra vez atacar.»

Doenitz