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viernes, 19 de abril de 2024


 

PASAJEROS

El tren se detuvo en la estación con un silbido y un chorro de vapor que inundó momentáneamente el andén. A través de la ventana podía ver los escasos pasajeros que esperaban subir. Sus caras adormiladas, escondidas entre los abrigos y los sombreros, asemejaban un reflejo avergonzado de lo que buscaban, o al menos esperaban encontrar, a esas horas y en este tren. Comenzó a caer una fina llovizna, que golpeaba parsimoniosamente contra el cristal por el que miraba, mientras el revisor daba sus últimos avisos para que los rezagados subiesen. Al poco tiempo, el tren inició su marcha. Mientras contemplaba a través de la negrura del exterior, las luces del pequeño pueblo que dejábamos atrás, sumido en mis pensamientos, escuché una voz de mujer.

- Disculpe; ¿es este el compartimento número seis?

- Sí – contesté sin girarme. Reconozco que debería de haber sido más amable, pero no era una época ni momento propicio para hacerlo. Lo que me había obligado a tomar el tren , además, ya me tenía suficientemente preocupado. Se sentó en el asiento que tenía frente a mí, y, a través del reflejo del cristal, la observé. Aunque llevaba un abrigo para protegerse del frío, puede ver que bajo el mismo, llevaba un bonito vestido de color blanco, que resaltaba sobre la monotonía negra, roja y gris que nos rodeaba. En ese preciso instante, cuando se lo quitaba para acomodarse, pude ver sin problemas su atuendo: Una bonita falda, y una chaquetilla con una blusa muy sobria, sin ostentaciones de ningún tipo. Aún así, parecía caro, y más en estos tiempos. Una mujer de dinero, pensé, es extraño que viaje sola. Se quitó el sombrero, y lo dejó a un lado, junto al abrigo. Cruzó las manos sobre el regazo y suspiró. Saciada mi curiosidad, volví a mirar hacia la nada que había más allá de la ventana. Al cabo de un rato, sentí que tenía la mirada fija en mi. No, no en mí, sino, más concretamente en mi uniforme. Aparté la vista del cristal, y la miré a su vez. He de reconocer que me quedé sorprendido. Al principio, con el reflejo, al ver su ropa, pensé que se trataba de una mujer mayor. Fue algo extraño el girarse y encontrarse con la cara más bonita que he visto en mi vida. Una cara de muchacha, apenas veinticinco años, una cara de ángel, en los que resaltaban unos bonitos labios de un suave color rosáceo. Las mejillas, coloradas por el frío del exterior, realzaban su aspecto engañosamente frágil. Sin embargo, eran los ojos. Unos ojos verdes, como el mar cuando está en calma y parece un espejo. Ojos por los que uno se condenaría sin dudarlo, si únicamente te lo insinuasen siquiera que lo hicieras. Al cruzar las miradas, de nuevo hizo algo que me volvió a sorprender: En vez de apartar la mirada como muchas personas hacían cuando me miraban, esas miradas avergonzadas que tratan de evitar la tuya para ocultar la vergüenza y la culpabilidad, hizo un tímido atisbo de sonrisa.

- Sé que no es de buena educación mirar fijamente a la gente- comenzó diciendo. Su voz sonaba diferente ahora, como más joven. Antes me había sonado más grave, más pesarosa. Sin embargo, parecía contener un poso de tristeza.- La verdad es que mirándole a usted y su uniforme, me ha recordado a alguien.

- ¿En serio?- respondí yo- ¿puedo preguntar a quién, si no le importa?. Entonces, tomó el bolso que traía consigo, y rebuscó durante unos segundos, hasta que al final, extrajo una foto, que me ofreció para que la cogiese. Lo hice. Era una foto en blanco y negro. En ella podía verse el exterior de lo que seguramente era una mansión, lo que confirmaba la idea de que era una persona con recursos. En primer plano, seis personas posaban para la cámara. En el centro, la joven sonreía, abrazada a un muchacho con el uniforme de infantería. Los galones mostraban que, o bien había hecho carrera militar, o su posición le había permitido adquirir cierto rango antes de alistarse. Supe por que me dijo que le recordaba a alguien. Parecía más o menos de mi estatura, y a pesar del bigote y la insignia del partido que portaba orgulloso, era mi viva imagen. A ambos lados, dos matrimonios, supuse, de personas más mayores, con aire de gravedad ellos, sonrisas ellas. Me imaginé que serían los respectivos padres de cada uno, lo que a su vez me llevó a pensar que eran matrimonio, o que iban a serlo.

- Es.. era mi marido. Se llamaba Otto. Murió hace ya ocho meses. En el frente occidental.

- Una verdadera lástima. Suele pasar en estos tiempos.- Debería haber sido más amable, pero, no son tiempos para amabilidades, por lo menos no esa noche.

Sin embargo, en vez de mirarme enfadada, ofenderse por mi brusco comentario, o (cosa que he de reconocer esperaba), se sintiese dolida en lo más hondo de su corazón, y, si no se iba, por lo menos si que no me volviese a dirigir una sola palabra en lo que quedaba de viaje, en vez de hacer eso, se quedó de nuevo mirándome, y de nuevo, aquel atisbo de sonrisa, una sonrisa cargada de pesar.- Es cierto. Se ha vuelto una macabra costumbre desde hace un tiempo. No trataba de molestarle.-De nuevo me sorprendió su actitud, amable, disculpándose como si tuviese la culpa, cuando había sido yo quién había preguntado el porqué le recordaba a alguien, lo que le llevó a enseñar la foto, y después a mi grosero comentario.- No hay de que disculparse. Ha sido una... expresión desafortunada por mi parte.- Traté de arreglar un poco la situación inicial, al fin y al cabo, sólo buscaba un poco de conversación.

- Fue un voluntario, siempre había sido un militante convencido del partido. Lo consideraba...un deber con su país. Una manera de evitar que nos volviesen a quitar lo que habíamos recuperado hacía tan poco.- sacudió la cabeza ligera, casi imperceptiblemente- Como si creyese que alguna vez recuperamos algo que nos pertenecía. Como si no supiese que nunca recuperamos nada....- Bajó la cabeza, como si fuese a llorar. Pero no lo hizo. Chica valiente, supuse. O quizás ya había llorado tanto, que no le quedaban lágrimas. Nunca llegué a saberlo.- Hágame un favor, ¿quiere?.- La miré extrañado- Si está en mi mano..- dije sin mucha convicción.

- A él no pude convencerle, pero usted parece razonable. Verá.. he oído... he oído rumores. Rumores que dicen que la guerra acabará pronto, en unos días a lo sumo. Rumores que dicen que ya no luchamos por nuestro espacio vital que nos pertenece en el mundo, sino por nuestras fronteras. ¿Es eso cierto?.

Dudé en darle una contestación. Quién sabe, me dije. Quién sabe lo que me puede pasar si contesto. Pero en ese instante que duró mi indecisión, vi en sus ojos que no tenía nada que perder.- Sí.- respondí.- Es cierto. Reclutan a todo aquel que pueden para defenderse del ataque enemigo. Dicen que las tropas soviéticas se acercan al Edificio de la Cancillería. Que es cuestión de días. Por eso fui reclutado. Por eso voy en este maldito tren. Para morir defendiendo algo en lo que no creo. Para nada.

- Pues no lo haga.- Respondió, sin vacilar.- Ha dicho que me haría un favor, ¿no es así.- Asentí- Hay mucho caos y mucha confusión. El control se debilita por momentos. Mucha gente huimos, lejos de aquí, lejos de todo esto. Cualquier lugar es mejor que en lo que se ha convertido nuestra tierra. A él no pude convercerle. A usted sí. Cuando baje, huya. Trate de huir. Sálvese.- La miré, escéptico. Lo que me pedía era una idiotez. Huir así, sin objetivo, sin dirección, simplemente huir. - Sé que suena estúpido, pero hágalo, por favor.

- ¿ Y por qué?¿Qué sentido tiene?- Me miró durante un instante. Pudo haber dicho muchas cosas. Podría decirme que me iba a ayudar en la frontera si la alcanzaba por algún milagro desde donde estaba. Podría haberme dicho que me fuese con ella. Podría decirme que tenía una posibilidad de seguir vivo, hasta que la guerra acabase, si me escondía bien. Incluso podría haberme dicho que era mejor morir libre que no ir voluntariamente al matadero. Que sería mejor morir intentándolo, que no arrodillarse a esperar tu fin. Podría haber dicho tantas cosas... Sin embargo, en apenas un hilo de voz, la escuché decir: Nadie debería cometer su mismo error. Nadie.

Nos miramos. En silencio. El tren se acercaba a la próxima estación. Ya se veían las luces del andén. Seguramente, los comisarios de reclutamiento estarían allí, para que nadie en edad de luchar pudiese desertar. Para que todos cumpliesen con su deber. Llegaría en unos minutos. ¿Lo hará?.- Permanecí un rato callado, hasta que el tren deceleraba, parándose. Entonces me levanté del asiento. Sus ojos verdes seguían mirándome. Ojos por los que te condenarías, si te lo pidiesen. Ojos, empañados por la tristeza de la pérdida. Ojos que buscaban una esperanza. Algo en lo que volver a creer.

- Sólo dígame una cosa, señorita. ¿Cómo es su nombre?.- Sonrió. Un brillo apareció en sus ojos. – Eva. Mi nombre es Eva.- Asentí, haciendo un ademán de tocarla. No llegué a realizarlo. - Bien. Es un nombre muy bonito. Mi abuela se llamaba igual. Era una buena mujer. Quiero que sepa, que lo único que lamento en este momento es el no poder haberla conocido en otras circunstancias. – Abrí la puerta del compartimento, listo para bajar. Mientras me marchaba, alargó una mano, apenas rozando mi brazo. Dijo algo que no llegué a escuchar.

Cuando bajé del tren, los comisarios y sus hombres se movían de un lado a otro, buscando gente como yo. Gente que llevase el uniforme. Llamándonos a gritos. En la puerta principal del andén, la bandera con la esvástica colgaba, lacia, deslustrada. Un símbolo de vergüenza. Un país avergonzado. Miré de izquierda a derecha. No tardé mucho en darme cuenta que mi única vía de escape era correr hacia la salida lateral, por donde los mozos meten el equipaje con esos carros enormes. Correr como no había hecho en mi vida. Oí gritar mi nombre. Respiré hondo. Sólo tendría una oportunidad. Una sola. De nuevo gritaron mi nombre, más alto. Avanzaba a paso ligero hacia mi destino. Una tercera vez sonó mi nombre. Miré furtivamente. Uno de los hombres del comisario gritó hacia mí, señalándome. Comenzaron a gritar que me detuviese, amenazándome. Me lancé a la carrera, como nunca hice en mi vida. Al poco, sonaron los disparos.

FIN.

 

 

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Cita

«Cuando tienes que matar a un hombre no cuesta nada ser educado.»

Churchill