Nº: 168 . 3ª época. Año VI
Sangrienta Siete: 2x10 - Entrenamiento Por: P. Millán
 
 
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Entrenamiento

El camión traqueteó a oscuras por una vieja carretera rodeada de casas y pequeñas vallas de piedra. Iban en un convoy, en silencio, camino del desembarco y en igual silencio desmontaron de los camiones y se subieron a un barco de tropas. ¿Cuántos iban en él? ¿100? ¿2000? Demasiados en cualquier caso hacinados en la cubierta de aquel navío que se zarandeaba al capricho de las olas. En el horizonte esperaban los buques de escolta.

—No creo que sea la invasión, jefe, la mar está muy picada —dice Peters dirigiéndose al sargento. Este le responde que se calle.

Los barcos navegan un buen rato, como dos horas en un mar que se va complicado a cada momento. El barco cabecea de arriba abajo y muchos soldados están dejando parte de sus estómagos por la borda. No hay sitio para todos y algunos vomitan en sus cascos. El olor empieza a ser insoportable.

—No creo que sea la invasión, jefe, nos dirigimos a la estrella polar. —de nuevo Peters y de nuevo una orden para callarse.

Los buques de escolta empiezan a disparar por encima de sus cabezas, un sonido estremecedor acompañado de destellos de luces. Los soldados empiezan a bajar por las redes de cuerda hasta las lanchas de desembarco que han sido botadas previamente. Los hábiles marineros intentan mantenerlas cerca de las redes, pero es un trabajo complicado con la mar en ese estado. Uno de los nuevos reclutas enreda su fusil en la red, eso le hace tropezar y cae contra la borda del lanchón. No se recuperará su cuerpo. Otro recluta tiene más suerte y cae al mar. Le recogerán con hipotermia pocos minutos después. La Sangrienta Siete ocupa su sitio en el lanchón, ni los primeros, ni los últimos, uno no ha llegado a ser un superviviente dejando estas cosas al azar.

—Jefe, no creo que sea la invasión, el agua está muy fría para ser la costa francesa. —Otra orden de silencio.

Las barcas cabecean arriba y abajo y la playa está llena de humo blanco y algunas cargas de artillería caen por delante y por detrás de ellos. Algunos soldados, creyendo que les alcanzarán se lanzan al mar para alcanzar la orilla a nado, pero es una locura, el peso del equipo les arrastra al fondo antes incluso que las detonaciones les destrocen los oídos o algo más.

—Jefe, ese castillo no es de la costa francesa. No creo que esto sea la invasión… vale, vale, ya me callo.

El castillo controla la playa como un silencioso vigilante con sus piedras grises ennegrecidas por el clima, De planta recta y almenaras altas contempla como la puerta de la lancha se abre con un chapoteo en el agua de la orilla. Sus ocupantes escuchan el tableteo de las ametralladoras alemanas y el ruido de las explosiones de mortero sobre la arena, pero salen, salen, salir en la única forma de sobrevivir.

Y avanzan. Están teniendo bastante fortuna porque las ametralladoras no se fijan en ellos y alcanzan el farallón de la marea. La tierra es oscura, como la noche. El sargento hace la seña a los soldados para que le sigan y rodea el castillo por la izquierda. Se arrastran intentando alcanzar las tierras más elevadas del interior donde esperan que estarán los búnkeres alemanes.

Peters, por bocazas, abre el camino y al llegar a arriba, arrastrándose, se topa con dos botas negras dentro de las cuales hay dos piernas desnudas y peludas que se pierden tras una especie de falda a cuadros. Un hombre escondido tras una gruesa barba y una humeante pipa le sonríe.

—¡Mierda jefe, le dije que esto no era Francia!

 
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