Eriloe

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RECUERDOS DEL EMPERADOR

LA BATALLA DEL FIN DEL MUNDO

En pocas ocasiones hablo de mi mismo o de aquellos que fueron mis compañeros. En realidad, nuestra historia es la historia de cualquiera que haya vivido en la época del Emperador con un sueño en su corazón. Una época donde no había ni buenos momentos ni buenos lugares y te escondieras donde te escondieras, el conflicto te alcanzaba.

Nosotros nos escondíamos en un barco aéreo cuyo nombre prefiero no recordar. Estaba fabricado de tillium negro lo que nos permitía sobrevolar gran parte de los continentes de Eriloe y sólo debíamos esquivar las montañas o las altiplanicies, pero, aún así, había pocos rincones de Eriloe en los que no nos atreviéramos a entrar. Fue debido a esta capacidad por la que nos encargaron el abastecimiento de la fortaleza, el torreón número 13, en la frontera del protectorado del Eö.

Al principio nos tomamos la misión con mucha ilusión, éramos jóvenes, creo. hacíamos que nuestro barco viajara siguiendo los caminos terrestres y si veíamos alguna banda merodeadora los atacábamos sin piedad. Solíamos hacer varias pasadas asaeteándolos desde nuestra protegida altura y cuando el número se reducía a algo manejable, Gro, Benito y Odo saltaban del barco, muchas veces sin esperar una altura prudente y se enfrentaban a los orcos o trasgos cuerpo a cuerpo. Ikerlan y Emilia bajaban con mayor tranquilidad, pero aportaban sus habilidades a la lucha a los pocos lances. Mientras, Tak y yo vigilábamos desde las altura y evitábamos que los enemigos flanquearan a nuestros amigos.

En poco tiempo, nuestro barco fue sinónimo de terror y las bandas enemigas se dispersaban nada más vernos aparecer. Aquello hizo que nuestros viajes de abastecimiento al torreón número 13 carecieran de interés y, pronto, como sólo los jóvenes aventureros pueden hacerlo, nos aburríamos...

¿Por qué limitarnos a ir hasta el torreón número 13? ¿Por qué no avanzar hacia el enemigo? ¿Por qué no acosar sus líneas de abastecimiento? Y así lo hicimos. Poco a poco nos fuimos adentrando en el territorio enemigo, en la tierra de la que pocos habían vuelto, pero nosotros volvíamos todas las veces, cargados de pertrechos y con la cabeza de algún líder enemigo. Pero el terreno al norte del Eö va ascendiendo poco a poco hacia el altiplano y eso nos obligó a ir aligerando, cada vez más, nuestro barco, para que pudiéramos seguir volando por encima del terreno. Nos deshicimos de los superfluo, de lo inútil y llegamos a deshacernos de las cosas útiles (como una ballesta de asedio que teníamos en la proa). Fue tal nuestro empeño en aligerarnos de peso que hicimos un viaje relámpago a Falîn para ingresar todo nuestro dinero en una casa de la moneda. Volábamos tan alto que, a veces, era difícil respirar y para bajar al torreón número 13 Ikerlan tenía que conjurar centenares de litros de agua para hacer de lastre.

Fue así como llegamos al paso de Kalhandrâs que en la lengua orca significa Fin del Mundo. Es un paso entre las montañas que posteriormente desciende hacia el altiplano del Emperador. Está fortificado por dos pequeños torreones, pero tan alto que nuestro barco no podía sobrevolarlo. Podíamos pasar arrastrándolo, permitiendo que la quilla rozase en el suelo, pero, entonces, lo hubieran destruido desde los torreones sin miramientos. En aquel momento, la solución nos pareció sencilla: bajar del barco, destruir los torreones y pasar. Y eso es lo que intentamos y así empezó la batalla del Fin del Mundo.

Gro, Benito y Odo encabezaban la marcha. La enorme altura de Odo (más de dos metros) y su enorme escudo fabricado con una puerta del Palacio de Osterreid (según contábamos a la gente) destacaban en aquella mañana de invierno. Tras los tres guerrero viajaban Ikerlan y Emilia, uno como apoyo y la otra para poner en jaque a todos los guerreros que osaran asomar sus narices por encima de las almenas. Detrás íbamos Tak y yo murmurando. La idea no nos gustaba a ninguno de los dos, pero no murmurábamos por eso.

Al acercarnos a los torreones, nos recibieron con varias flechas, pero entre el escudo enorme de Odo y la certeza de Emilia, dejaron pronto de ser un problema. Los defensores comprendieron que debían enfrentarse cuerpo a cuerpo con nosotros. y eso es lo que intentaron. No sé cuantos habría, nunca quise contarlos, pero caían uno detrás de otro. Odo manejaba una clava fabricada con el palo mayor de una galera de guerra (eso le contábamos a la gente) y cada golpe barría a dos o tres enemigos a uno de sus laterales, donde, Benito o Gro acababan con ellos con pericia supina. Si algún enemigo se atrevía a alzar un arma a distancia, Emilia acababa con él, si alguno intentaba murmurar alguna peligrosa letanía, Ikerlan, simplemente, lo enmudecía y ¿qué hacíamos Tak y yo? Lo que mejor sabíamos hacer: matar. Matábamos indiscriminadamente. Hacíamos que a los soldados de los flancos le estallara la cabeza, que su ropa prendiera, que sus huesos se convirtieran en gelatina. No me miréis con malos ojos, eran enemigos y para mi eran momentos dulces, de pleno poder.

Sin embargo, aquella batalla no podíamos ganarla. Había demasiados enemigos, más de los que hubiéramos imaginado. De repente, un muro de llamas enormes se levantó entre los dos torreones, pero respetándolos. Algunos orcos gritaron cuando las llamas les alcanzaron, los que venían detrás de ellos, se detuvieron y los que quedaron delante acabaron sucumbiendo bajo nuestro empuje. Miré a Tak creyendo qué él había levantado la barrera, pero él me miró a mi con la misma creencia en sus ojos. Si ninguno de los dos habíamos sido y nuestros compañeros carecían de esa habilidad. ¿Quién nos estaba ayudando?

Entre las llamas se formó la sombra de una figura, enorme, que poco a poco fue saliendo de ella. Era casi tan grande como Odo y vestía una armadura dorada (o de oro) que parecía reírse de las llamas con su brillo. Sin separarse del todo del fuego, nos señaló y nos dijo:

- ¡Guardianes! Este no es el momento de esta batalla. Marcharos. Llegará el día en el que volveréis y nos enfrentaremos. Hasta ese momento, ahorrad muertes inútiles.

Y nos fuimos y así acabó la batalla del fin del mundo. Era la primera vez que veíamos al Emperador y, ciertamente, aún no estábamos preparados para enfrentarnos a él.

Allí, en la cima del Kalhandrâs, los guardianes perdimos una batalla, pero, posiblemente, ganamos una cosa que nos hacía falta: humildad. Una lección que no olvidamos nunca.

 

 
 

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